Trilogía de la Guerra Civil: PRIMERA PARTE





Esta historia está inspirada en las vidas de Miguel Calzada y Amalia Marqués.
Aunque tiene numerosos elementos ficticios, el espíritu de los
personajes y la esencia de sus historias se han mantenido intactos.





PARTE 1
EL TREN DE LAS OCHO Y MEDIA


Desde arriba, debido a la sombra que emanaba del tejo más cercano, sólo se apreciaba uno de los ojos de Miguel. Un ojo excitado. Aunque claro, los aviones estaban demasiado lejos. Nunca podrían avistarle. Por eso era el escondite perfecto. A aquel ojo emocionado se unió de pronto la comisura derecha de una boca que sonreía. Metido dentro de un barril de vino, Miguel apuntaba a aquellas máquinas volantes con su escopeta de juguete. Sabía que no tenía balas, que aquello no era más que un juego. Sin embargo, de su cabecita infante rezumaban de modo intermitente sensaciones de orgullo e importancia. De algún modo u otro, lo que él estaba haciendo dentro de aquel barril, aunque inútil a primera vista, era trascendente. Tenía que serlo.
Miguel tenía 8 años y no comprendía muy bien por qué la gente se estaba peleando. La suya no era edad para ideales pesados ni teorías filosóficas. Era edad para correr por el campo, ir al colegio y romper pantalones. Edad para aprender, para soñar, para ser demasiado optimista, demasiado inocente, demasiado bueno. Era edad para disparar a malos con una escopeta de juguete. A malos de mentira.
A Miguel, 1937 le había obligado a dejar de ser niño.

A lo lejos, casi rozando los oídos del pequeño, el sonido de una locomotora se presentó imparable. Debían de ser las ocho y media. Allí, en la granja familiar de los Corrales de Buelna, la hora se intuía gracias al tren que se paseaba por los raíles oxidados. Para Miguel, aquel sonido significaba el final de su pequeña pausa. La vuelta al trabajo. Siendo el mayor de los hermanos, había tenido que dejar el colegio para ocuparse de las tierras y de las bestias. Aquel día llevaba ya varias horas levantado, dando de comer a vacas y gallinas, limpiando establos, ocupándose del huerto y del jardín.

En el colegio se aprende. Eso lo tenía muy claro Miguel. En el colegio se aprende y él no aprendería nunca, pensaba mientras arrastraba los pies por el prado. Le molestaba, pero no estaba triste. No hubo nunca niño más radiante y satisfecho que Miguel Calzada. Con los mismos ojos con los que oteaba aviones, absorbía toda la información posible a su alcance. Aprendía todo lo que veía. Más que nada para compensar.
Y todo aquello que aprendía, lo aprendía con ganas.

Ya no quedaba rastro del tren de las ocho y media. Le dio pena. La vida de Miguel era muy rutinaria desde que se mudó a la granja. El tren era como una especie de excitación, algo que esperar. Prometía con su bramido varios segundos menos anodinos. Cierto que su horario era también, rutinario. Pero era una rutina distinta. Una rutina en movimiento.
Sin dejar de arrastrar los pies, Miguel se dirigió a la casa a por un cubo de agua. Mientras cruzaba el umbral, otro avión sobrevoló la zona, dejando tras de sí una línea de humo blanco casi recta. Con ahínco y determinación, el pequeño unió sus manos para crear la forma de una escopeta y disparó hacia la aeronave sus balas imaginarias. Con la voz simulaba el sonido de los disparos.
Su madre le vio por la ventana de la cocina mientras fregaba los platos.
‐ ¿Cómo sabes que no es de los nuestros hijo? Le preguntó con una sonrisa cansada.
Miguel se quedó atónito. ¿Cómo de los nuestros? ¿Es que acaso no eran todos malos?, y lo más importante, ¿había estado disparando a los aviones equivocados?

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